“Me desperté, vi todo blanco, y pensé: listo, ya está, me morí”

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Cuando el coronavirus hizo pie en el Chaco, Edgardo Paredes comenzó a tener miedo. Con 52 años, diabético e hipertenso, sabía que llevaba todas las de perder.

Claro que cuidarse no era sencillo. Trabaja como chofer de remís en Barranqueras. Aunque muy pronto el transporte público quedó inhabilitado, así que se refugió en su casa de Fontana, donde vive con su esposa y dos hijos.

EN SHOCK

Los meses pasaron y llegó el turno de que los remises regresaran a circular. Edgardo, con sus temores a cuestas pero necesitado de sumar al presupuesto familiar, volvió al volante.

Tomaba todas las precauciones posibles pero a comienzos de noviembre empezó a sentirse mal. El 12 de ese mes un hisopado le dio la peor noticia: tenía covid-19. “Yo ya presentía que tenía la enfermedad, pero saber el resultado del análisis fue como si me explotara una bomba adentro”, recuerda.

Al día siguiente él y su familia fueron aislados en el hotel Gala, de Ruta 11. Apenas 48 horas después lo derivaron al Hospital Perrando porque sus niveles de oxigenacón en sangre eran muy bajos. Además, los dolores de cabeza eran un tormento, y la fiebre lo hacía delirar.

“Cuando me estaban sacando del hotel, ví que mi hijo me decía ‘chau’ y me miraba fijo. Lo miré y pensé: es la última imagen que va a tener de mí. Y eso me puso muy triste”, recordó.

LA GRAN BATALLA

Edgardo fue alojado en uno de los pabellones del hospital modular construido dentro del predio del Perrando para internar a los enfermos de covid-19.

“Me desesperaba que mi oxigenación bajara al punto de que me tuvieran que mandar a la terapia intensiva e intubarme”, relata.

Recibía una cantidad incontable de inyecciones cada día. A veces -él cree que como consecuencia de su estado y de las drogas que recibía- alucinaba. “Un día me desperté, y no podía hacer foco con la vista. Sólo veía que alrededor era todo blanco. Entonces me dije: listo, ya está, me morí. Pero al rato escuché la voz de una enfermera y sentí un alivio inmenso”, recuerda.

Alrededor se iba forjando una extraña fraternidad entre los enfermos. “Ahí aprendí la entrega que tiene el personal de salud. Los médicos, las enfermeras, todos. Es muchísimo lo que trabaja esa gente”, dice con admiración. Tras varios días de martirio, comenzó a sentir que el enemigo cedía. El 21 de noviembre le dieron el alta. “Siento que me dieron una vida más”, dice.

Fuente norte