Ronald Scott tiene 103 años, fue a la Segunda Guerra Mundial y hoy en día puede demostrar su vitalidad andando en bicicleta. Nació en San Isidro, Buenos Aires, en 1917 cuando el mundo se enfrentaba en la entonces llamada Gran Guerra pero los conflictos no llegaban a su ciudad natal.
También es hijo de un ex combatiente escocés y una enfermera inglesa, por lo que siempre sintió los lazos de unión con el Reino Unido.
«En 1942, cuando la segunda guerra ya se estaba desarrollando, decidí anotarme en la embajada como voluntario para pelear contra las tropas alemanas. Mi papá había fallecido y mi mamá estaba internada producto de un asma. Ahí sentí que tenía que ir a ayudar. Quería hacerlo”, recuerda en Clarín sobre aquel día.
Y añade: “En Argentina ya se hablaba de la batalla y la gente tomaba partido por un bando u otro. De hecho, la familia de mi mejor amigo militaba el nazismo y a él lo excluían en las juntadas por ese motivo. A mi no me importaba porque nuestra amistad era más importante. Pero decidí ir a defender lo que me pareció justo. Sólo lo hice con una condición: quería ser piloto de avión de la marina”.
El deseo venía desde pequeño cuando a los 14 años descubrió el amor por volar. “En 1931 conocí por casualidad al Príncipe de Gales en el club Hurlingham, donde él estaba jugando al polo. Se me acercó y me preguntó si podía llevarle un vaso de agua tónica. Lo hice y él fue muy amable. Al otro día me invitaron a conocer el Eagle (el primer portaaviones que amarró en Buenos Aires), donde había llegado él. Ahí se despertó esta pasión que me quedó para siempre”, dice.
El camino a la guerra
Fue en barco, demoró al menos un mes en llegar y compartió el viaje con colegas de Sudamérica. Antes de arribar al destino, hicieron varias paradas para buscar otros voluntarios y hasta se vieron envueltos en ataques provenientes del viejo continente.
“En el viaje íbamos tomando alcohol. Se sentía un ambiente raro. Entre todos intentábamos cuidarnos y pasarla bien porque el trayecto era largo, pero no nos olvidábamos de lo que estabamos haciendo: íbamos a la guerra”, comenta.
El nombre de Adolf Hitler desfigura la sonrisa de su rostro e inunda sus ojos de lágrimas. “Trae malos recuerdos, era un hombre malo. No tenía respeto por nada ni nadie, era un horror. Destruía todo a su paso con odio. Todavía recuerdo las ciudades que vi destrozadas por él. Una de ellas fue Londres”, expresa Scott con un poco de bronca y angustia.
Recibir ataques era muy peligroso, pero darlos también. Los bombardeos eran constantes y puntuales: a la mañana, tarde y noche, los alemanes se hacía notar. La adrenalina era cosa de todos los días, sin embargo, Ronnie no se arrepintió nunca de su decisión.
“Sólo me sentí cerca de la muerte en una ocasión, cuando me fallaron los motores y caí en picada al océano helado. Me golpee muy fuerte y nadie entendía que estaba pidiendo ayuda hasta que vieron al avión impactar. De todas formas, nunca me dio miedo morir”, revela quien a sus 103 años se mantiene andando en bicicleta por su barrio.
Alemania se rindió en mayo de 1945 y Scott obtuvo el permiso para volver a su casa si así lo quería. “Me enteré de la rendición cuando estaba descargando mercadería de un tren en Irlanda. Estaba con mi tropa y todos saltamos de alegría, nos abrazamos, lloramos. Era una fiesta. Pero no quería volver hasta que se rindiera Japón, solo ahí estaría terminada la guerra. Recién volví para navidad de 1946”, dice.
Hoy, en plena pandemia y habiendo atravesado los momentos más difíciles de la historia, Ronnie señala: “Nunca viví algo así, es terrible. Sólo quiero que pase todo para recuperar la libertad y poder juntarme con amigos. Los paseos en bicicleta y los deportes en San Isidro son lo que más extraño”.
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