El destino no se elige, se sobrelleva. Con las decisiones que tomamos se puede hacer cualquier cosa, justificarlas, negarlas, olvidarlas, menos evitar sus consecuencias, dice la sabiduría popular. Llegamos a la isla el 23 de abril con nuestro helicóptero desarmado dentro de un Hércules. Dormimos en el cuartel de Royal Marines y, al despuntar el 24, partimos hacia el Aeropuerto.
Vamos a los tumbos en un camión grande y el Piqui mira con ojos enormes, tiene dieciocho años. Ramón observa en silencio. Las imágenes fantasmales de la noche anterior cobran formas y colores, el pueblo parece muy británico, a pesar de que pasamos rápido por la costanera. Hay soldados y camiones por todos lados, en una aglomeración que me sorprende, como si todo estuviera compactado en Puerto Argentino. Al llegar al Aeropuerto, vamos al helicóptero, donde ya está trabajando la gente de Mantenimiento. Mis mecánicos se integran inmediatamente y el suboficial jefe me expone el plan de trabajo. La sonrisa de Quique es exclusiva, los colmillos le sobresalen un poco, pero su rostro refleja una bondad que yo conozco bien. La idea es tener armado el helicóptero para las tres de la tarde. A esa hora debíamos estar allí para el vuelo de prueba.
–Ustedes los pilotos son como los cirujanos, llegan con las manos levantadas para que les coloquen los guantes y entren a operar –me dispara.
–Ustedes los mecánicos son los que hacen el trabajo duro, pero todos estamos arriba del bicho cuando salimos a volar. Mejor que cada uno haga bien lo suyo.
Quique me inspira confianza. Lo abrazo y salgo a caminar sin rumbo. El Aeropuerto es un caos, tropas diseminadas como hormigas, cajones de munición tirados, morteros, cañones, cajas de comida y de agua. Las fracciones militares están separadas unas de otras, y las caras reflejan el estupor de estar allí. Una semana antes ni siquiera soñaban con salir de su pueblo. Los suboficiales gritan órdenes en estilo reglamentario, al que se agregan insultos variados que nunca dejan de sorprenderme. Los oficiales observan los mapas con atención. La mayoría es tropa de infantería que ha llegado durante la noche en vuelos militares y en aviones civiles de compañías contratadas.
Me encuentro con varios amigos, y las conversaciones giran sobre el mismo tema: ¿qué va a pasar? Las respuestas son variadas, pero nadie tiene idea de lo que nos espera. Hay consenso en que lo urgente es sacar a la tropa del aeropuerto y dirigirse a los sectores asignados. El problema es que la mayoría desconoce a donde deben ir. Alguno comenta que Galtieri llegó a las islas y, luego de afirmar con toda suficiencia que estas eran muy grandes, ordenó traer otra brigada de infantería. Parece que Menéndez se enteró cuando las tropas empezaron a bajar de los aviones.
Me alejo de los soldados y recorro las posiciones del Regimiento de Infantería 25, que protege el aeropuerto. Las carpas reglamentarias están armadas alrededor de unos pozos poco profundos, que parecen trincheras a medio terminar. Un soldado me explica que apenas cavan un poco empieza a salir agua, entonces, acomodan como pueden el pozo y ponen maderas o palets como piso. Es la primera vez que camino sobre la turba y la sensación es extraña, como moverse sobre una gran esponja. Mi entrenamiento en la infantería me indica que de poco va a servir una posición de defensa como esta. Supongo que los altos mandos tendrán una idea para salir de este conflicto, un plan más eficiente que resistir en pozos inundados.
Bari me contó que una vez, cuando observaba a los barcos tirar sobre las posiciones, recibió dos andanadas de fuego naval. No había donde guarecerse y a lo único que atinó fue a transmitir seguridad a su radio operador. Como haremos toda la campaña, me acerco a alguien que conozco y le pido unirme a la comida, un natural guiso de campaña. Hablamos un rato, me cuenta que su regimiento llegó sin armas pesadas.
–En realidad, esto no es un regimiento de infantería, es apenas un rejunte de fusileros. Los morteros y cañones van a llegar en un buque que todavía no ha zarpado. La munición, ni idea. Ni siquiera tenemos los cilindros para repartir la comida, todo es improvisación y le veo poco futuro a todo esto.
No puedo menos que asentir y me voy confuso, en dirección a mi helicóptero. A ambos costados de la pista veo piezas de artillería antiaérea sin saber que en una de ellas está Alejandro Dachary, uno de mi promoción. Al llegar al helicóptero me tranquiliza verlo armado, ya que nunca pensé que se pudiera lograr. Hacía apenas unos meses que había empezado a transitar este mundo de las máquinas voladoras y tanta tecnología todavía me superaba. Quique me pide paciencia, que en media hora harán la puesta en marcha; luego, el vuelo de prueba. Ramón me dice que todo está bien. Durante toda la campaña su palabra será mi mantra.
Entre una cosa y otra, se hacen las cuatro de la tarde. Según el pronóstico, anochecerá a las cinco, con un crepúsculo de media hora en el medio, por lo cual, mi idea de volver volando a nuestro alojamiento pierde fuerza. Sin embargo, cuando Quique me da el okey, hacemos el vuelo de prueba con Aloiso, un mecánico medio mudo, con mucha experiencia. En la lista de chequeo que lleva en su falda va tildando todo dentro de los márgenes esperados y aterrizamos sin cortar el motor. Son las cinco menos cuarto y la idea del traqueteo del Unimog me seduce muy poco. Sin pensarlo demasiado, decido volver volando. Ramón me mira con desaprobación, es el que más experiencia de vuelo tiene, pero en un instante tiene sus herramientas aparcadas. Aloiso ocupa el lugar del copiloto, sin decir palabra. La torre me autoriza y despego.
Volamos varios minutos tranquilos con el horizonte apagándose lentamente. Al pasar frente a Puerto Argentino, la luz escasea y noto que la costanera ya está iluminada. El pueblo permanece en total oscurecimiento. Volamos sobre la ría que va del pueblo hacia el vértice donde se ubica el cuartel de los Royal Marines. Minutos después, la oscuridad se adueña del espacio. Al acercarme al punto de aterrizaje, la negrura es total y en la cabina se generan gestos de tensión apenas perceptibles. Aloiso tiene la vista clavada adelante y siento en la nuca las miradas de Ramón y Piqui. Volamos a mil pies, y en el fondo de esa boca del lobo se distinguen pequeños haces de luz que se mueven de un lado a otro.
–Estamos en emergencia –dice Aloiso sin girar la cabeza.
Ramón sugiere que nos concentremos mirando afuera, que él va a mirar los instrumentos. Yo los oigo en medio del tumulto de mis latidos que retumban en mis auriculares como si tuviera el corazón en el hombro. No se ve nada y tengo el cerebro a cuarenta y siete mil revoluciones, como la turbina.
–Nos matamos –pienso y miro la estampita del Corazón de Jesús que me dio mi mujer la madrugada de mi partida.
Con el eco de tambores en el casco, escudriño en el fondo de mi cabeza. ¿Qué necesito? Los mecánicos apenas se mueven, pero sus latidos también me llegan. Los tambores retumban cada vez más fuerte. Luz, eso necesito. ¿Dónde hay luz? En el desquicio de los latidos, algo hace contacto en mi cerebro desbocado y aparecen las palabras “Puerto Argentino”.
–No nos matamos –viro ciento ochenta grados y, en efecto, en el horizonte aparece la única luz del planeta Tierra, en la costanera del pueblo.
Miro la estampita y los tambores se alejan, respiro. Aloiso me mira y hace una mueca de sonrisa, creo que por única vez en su vida. Ramón me pega un golpecito en el hombro que me saca el corazón de ahí y reduce las revoluciones del cerebro. Apunto a esa luz lejana y le pido a Ramón que me avise si el altímetra marca menos de mil pies; no quiero tragarme un cerro. Ya sobre el pueblo, frente a la costanera, empiezo el descenso en viraje cerrado. A cincuenta metros de la ría, enciendo los faros del helicóptero y la vida se ilumina completamente. Pongo proa al final del curso de agua, a dos o tres metros y vuelo lento hacia el vértice esperado. Falta solo que veamos el cuartel. Al llegar, distingo más de diez linternas que apuntan al cielo; son los pequeños haces que apenas observábamos en la cerrazón total. En el laberinto de linternas veo un señalero con chaleco fluorescente que me indica el helipuerto. Aterrizo bañado en sudor y con Ramón controlamos el corte del motor. Cuando las palas se detienen, bajo con el casco puesto y tres capitanes se me abalanzan. Oigo poco lo que me dicen y me dejo el casco porque sé que me están puteando. Sigo caminando y me topo con la figura esmirriada del Picho Svendsen. Su profunda mirada azul me atraviesa; me saco el casco y mi jefe me pega un suave sopapo en la cara. –Última vez. –Sí, mi capitán. El Picho me abraza y me dice al oído, con su indestructible tonada cordobesa: “Nadie dijo que iba a ser fácil”.
Ramón y el Piqui me miran y sé que saldremos de aquí como hermanos. Los capitanes me siguen insultando, caminamos con mi tripulación con el casco en la mano. Me equivoqué y tuve suerte. Una semana después, Marcos Fassio se equivocó y no tuvo suerte. Estas historias han permanecido congeladas y cuando se acerca el 2 de abril, mejor contarlas.
Traumas de guerra
Miguel de Cervantes es un veterano de guerra que escribió su obra magna para curarse del trauma que sufrió, dice Françoise Davoine en su libro Don Quijote, para combatir la melancolía. Con su marido, Jean-Max Gaudilliere, otro psicoanalista lacaniano, habían escrito un libro sobre la locura, sobre la base de sus investigaciones en Estados Unidos y su experiencia clínica. En Historia y trauma. La locura de las guerras expone sus conclusiones sobre la exploración de los casos donde los pacientes revelan el origen de sus síntomas en ambientes de guerra o catástrofes.
Los psicoanalistas exponen casos particulares, alejándose por propia decisión de la ley de los grandes números, porque revelan “relaciones sociales perimidas, erradicadas, a cualquier escala”. El caso particular tiene pertinencia, como el del filósofo Ludwig Wittgenstein, que demuestra las consecuencias de sus vivencias en el ejército del Imperio Austro-Húngaro en el Este de Europa, durante la Primera Guerra Mundial. También los efectos de su propia vida, en el seno de una familia riquísima de Viena, en la que tres hermanos se suicidaron. Davoine lo expone ampliamente en La locura Wittgenstein. En esas trincheras escribe el famoso Tractatus, que inicia con las siguientes palabras: “El mundo es todo lo que es el caso”. Es la idea de pintar tu aldea para pintar el mundo. De ese libro, donde el filósofo sostiene que lo que no se puede decir, mejor callar, los analistas sacan la idea pare el epígrafe del suyo: “Lo que no se puede decir, no se puede callar.
Otra víctima de la locura que refleja el vínculo entre trauma y lazo social es el filósofo Augusto Comte. Alumno joven de la Escuela Politécnica, hijo de una familia pobre en medio de la Revolución Francesa, vive avatares muy tristes, como la muerte de una hija muy amada, fruto de una relación con una mujer casada. Como sus condiscípulos, porta el grado de oficial y está en las trincheras que defienden París de la coalición de naciones europeas que la atacaron cuando Napoleón regresó del exilio. Cuentan Davoine y Gaudilliere: “Luego de Waterloo, durante la restauración monárquica, Comte fue juzgado demasiado revolucionario y revoltoso. Fue directamente expulsado de su Escuela. Nunca se repuso ni moral ni materialmente del traumatismo que desde siempre, desde Aquiles hasta los soldados actuales, quiebra a aquel que ha sido traicionado por sus propios mandos”. Los veteranos de Malvinas fueron ocultados socialmente hasta el año 2016, cuando se realizó el primer desfile en la Avenida Libertador.
Los propios jefes militares los escondieron a su regreso de las Islas y los argentinos prefirieron mantenerse alejados de su sufrimiento. Lo expone muy bien la película El visitante, de Javier Olivera, que narra el delirio de un soldado que vuelve de Malvinas, y que fue vista por muy pocos espectadores. Muchos de los veteranos todavía sufren la afrenta de acusaciones fraudulentas en tribunales ganados por las facciones antimilitares. Davoine y Gaudilliere hablan de los tiempos congelados, de las palabras congeladas que revelan los pacientes que han sufrido traumas. Los veteranos sabemos que es necesario descongelar nuestra historia. Los múltiples errores que cometimos desde entonces y los pocos logros que pudimos mostrar, sacan a la luz el impacto de esas experiencias y su vínculo con la sociedad a la que regresamos.
Aprendimos a ser cautelosos, a saber que no somos comprendidos, a distinguir a los enemigos que aún nos acechan. Sabemos que ellos no pueden parar, ganados por la ambición, el odio, el miedo y la rivalidad que caracteriza a las relaciones humanas. Ellos son conscientes de su maldad y saben que no prevalecerán, por más dinero y recursos que tengan. Nosotros aprendimos a aceptar nuestro destino, a vivir en la verdad y a soportar el sufrimiento que esto trae aparejado.
En mi caso, acepté y valoré que hoy estoy aquí y Marcos, no. Pero él merece que su historia se cuente completa, porque es un héroe. Él murió por la Patria, nosotros somos otros veteranos más. Comparto con ellos todos los síntomas. Sin embargo, como veteranos, aprendimos a sentirnos orgullosos, sin necesidad de reconocimiento, aun a pesar de las ofensas de la vida. Anduve por otros andurriales, pero hasta hoy la imagen de Jorge Svendsen me sostiene en momentos de zozobra. En 1982 yo era chico, él era un hombre, como dice un verso de Borges. Desde aquel 24 de abril, aprendí a no quejarme, porque nadie dijo que iba a ser fácil.