Hay al menos 1091 personas en situación de calle en la Ciudad, según datos oficiales; según otras organizaciones serían más de 4000.
La calle nunca es un buen lugar para vivir, menos durante el invierno y mucho menos si, como ocurre este año, las temperaturas son particularmente bajas y se atraviesa por estos días una ola de frío polar.
Según el último censo oficial del Ministerio de Hábitat porteño realizado en abril, hay 1091 personas en esa condición en la ciudad de Buenos Aires.
Diferentes organizaciones que trabajan en la problemática, sin embargo, denuncian que el número podría ser mucho mayor: al menos 4394, según el Primer Censo Popular de Personas en Situación de Calle del año pasado. «Una sola persona en la calle ya es una catástrofe», sentencia Juan Carr, de Red Solidaria, y advierte, preocupado: «La temperatura por debajo de 5 grados en una gran ciudad ya es diagnóstico de que alguien puede morir, si está en la calle sin abrigo».
«Dicen que julio te prepara y agosto te lleva»
Cada madrugada, alrededor de las 2, Claudia, de 45 años, y Adriana, de 50, hacen lo mismo. Levantan los colchones donde están durmiendo y mueven unos metros sus pertenencias -un changuito con dos peluches y algo de comida, algunas mantas, unos trozos de alfombra y unos cartones-, porque a esa hora un empleado sale a baldear la vereda. Cuando la limpieza termina, ponen otra vez todo en su lugar y lo ajustan con cuidado, para que al dormir no pegue tanto el viento.
La rutina se repite desde hace siete meses, cuando encontraron refugio bajo las arcadas de un antiguo edificio en avenida Alem al 800, que pronto se convertirá en un exclusivo mercado gourmet, el Mercado de los Carruajes. «Vivíamos en la Villa 31 pero nos desalojaron porque tenían que abrir un desagüe. Dijeron que nos iban a dar una habitación y acá estamos, esperando en el frío. Es muy triste la vida del pobre», dice Claudia, con sus ojos negrísimos y las piernas bajo una frazada de bordes rojos.
A las 9, la avenida bulle con los bocinazos de los colectivos y el paso rápido de los oficinistas en plena hora pico. Junto a Adriana, hay tres o cuatro cigarrillos, de marcas diferentes, que logró conseguir esta mañana helada: toda una proeza, dada la naturalidad con la que pasan desapercibidas para la mayoría de los transeúntes. «La gente te ignora», señala con resignación mientras recibe el mate que Claudia le ceba endulzado con sobrecitos de edulcorante.
Ninguna de las dos tiene trabajo y para alimentarse piden monedas o comida en las panaderías y los restaurantes de la zona. Antes cartoneaban, pero por el esfuerzo Claudia tiene una hernia que no quiere operarse hasta no conseguir un mejor lugar donde vivir: «No puedo venir a dormir con todos los puntos acá», explica. También sufre de epilepsia y de artrosis en las piernas.
Claudia es chaqueña y llegó a Buenos Aires hace veinte años. No tiene contacto con su familia, con quien se peleó después de la muerte de su madre. Pero considera a Adriana «más que una hermana, porque está en las buenas y en las malas», la acompaña a todos lados y la ayuda con sus problemas de salud.
«Mirá cómo estamos. El viento de anoche me tiró media pared y se me salió el aire acondicionado», dice Claudia con sonrisa irónica. Y agrega, más en serio: «Dependemos de que la gente pase y por lástima nos regale un pulóver o una frazada. O que venga el BAP [ Buenos Aires Presente ], al que si no llamás, no viene, y en los quioscos nos mezquinan el teléfono porque piensan que les vamos a robar. Este frío nos está matando: dicen que julio te prepara y agosto te lleva».
Mientras esperan el subsidio habitacional, que recién podría llegar en octubre, las mujeres prefieren no ir a paradores, salvo para bañarse o comer algún plato de comida caliente. Dicen que los evitan porque son un caos, las echan demasiado temprano y, además, al dejar su lugar en la calle corren el riesgo de que les roben sus pocas pertenencias. Esta mañana, la necesidad está a punto de vencer ese miedo: «Ahora termino los mates y me tomo el colectivo a ver si puedo comer un guisito en un comedor -dice Claudia-. Pero me voy temblando, en alerta roja».
Un campamento en la ciudad
«Vení, vení, sentate acá», dice Horacio y ofrece un espacio en su colchón. Antes de contar su historia, se toma el tiempo para terminar de limpiar las zapatillas rosas de Alma, su hija de tres años, con un pequeño trapo. Lo hace con gran destreza y laszapatillitas, que combinan con la campera y el buzo de la nena, en segundos quedan como nuevas. Es mediodía y el padre está a punto de comenzar su jornada laboral.
Horacio es cartonero, tiene 25 años y desde hace diez que duerme a la intemperie. No lo hace todas las noches: duerme tres o cuatro días seguidos en la calle, junta plata, y luego regresa al lugar que alquila en Ezeiza junto a su familia durante una semana o hasta que se le acabe el dinero. Y entonces vuelve a salir. «Es como un campamento en la ciudad», explica, donde la actividad de reciclaje rinde mucho más. En el conurbano solo se consiguen changas.
No es el único que recurre a esa estrategia de desplazamiento ocasional. Junto al suyo, otros tres colchones están acomodados en fila bajo un enorme edificio en la esquina de avenida Hipólito de Yrigoyen y Santiago del Estero, en el barrio de Montserrat. En el último, tapado casi por completo por una manta gris, asoma el cabello pelirrojo de una mujer que duerme.
«Somos tres familias. Salimos a cartonear a la mañana y a la noche venimos acá -cuenta Horacio-. Cartoneo en Congreso, avenida de Mayo, 9 de Julio, por todos lados. Hay gente que ya nos conoce y nos guarda el cartón y el papel». En un buen día de trabajo, dice, puede juntar mil pesos.
Habitualmente su mujer y sus hijas se quedan en Ezeiza, donde las chicas asisten al colegio, pero durante las vacaciones de invierno la familia entera se mudó a la capital para colaborar. Son épocas de vacas flacas: «En la calle hay demasiada gente cartoneando. Muchas familias. Muchas».
El campamento donde duermen es precario. Además de los colchones y las mantas, hay un par de carros estacionados a los costados con los enormes bolsones que usan los cartoneros y no mucho más. Pero Horacio explica que tienen «ollita, cubiertos, bandeja, platos, todo» para cocinarse y que ellos mismos se traen las mantas desde su hogar. «Estamos todos abrigados, emponchados, acolchados», cuenta. Y asegura que a pesar de las bajísimas temperaturas del invierno hasta el momento no pasaron frío.
Como trabajan en la zona desde hace mucho, los vecinos los conocen y los ayudan: «Pasa el BAP y también mucha gente que sale a repartir comida, que es gente que no lo hace por obligación, sino porque son buenas personas. Vienen con te, con mate cocido, los podés encontrar a cualquier hora».
Con los años también llego el respeto. Aunque la calle es un espacio que puede ser hostil, Horacio jura que nadie los molesta ni les roba los colchones, que deja parados contra la pared cada vez que vuelve a Ezeiza: «Nosotros acá y ellos allá, en su mundo. Gracias a Dios nunca tuvimos ningún problema».
En la calle por Lázaro Báez
Son casi las 19, llueve y lloverá toda la noche, y Elías se refugia bajo las columnas de la tradicional iglesia redonda de Belgrano , a más de 12 kilómetros de Liniers . Él sigue convencido de que son solo 72 cuadras y está a punto de caminarlas. «Me fijé en el cíber, acá a la vuelta», asegura. Quizás la distancia no importa porque esta va a ser, espera, la última noche que pase en la calle.
Elías tiene casa, familia y un pequeño taller mecánico en Neuquén , pero llegó a Buenos Aires «para solucionar algunos problemas»: es uno de los cientos de despedidos de Austral Construcciones, la firma de Lázaro Báez , que hace poco entró en quiebra. Con 54 años y a uno de jubilarse, se enteró de que en algún momento la empresa dejó de pagar sus aportes previsionales y de Ganancias. Lo supo porque quisieron embargarle la casa.
Entonces viajó de inmediato a la Capital con el enorme bolso azul que ahora lleva en la espalda. Y sin nada de plata. Por eso durmió un mes en una plazoleta de avenida del Libertador, junto a las vías del Mitre: «Me acostaba con mi bolsa de dormir a las 10 de la noche y arrancaba el día siguiente a las 5», cuenta con voz serena. Una forma de evitar problemas en una ciudad desconocida.
Para alimentarse y comprar abrigo hizo changas entre los vecinos, aprovechando sus conocimientos de mecánica. «Mirá lo que me conseguí -comenta abriendo su enorme sobretodo para mostrar que adentro tiene corderito-. Solo me faltaron las pilas para la radio, porque no me alcanzó».
En rigor, faltaron más cosas: quiere llegar hasta Luján para hacer dedo en la ruta 5 en dirección a Neuquén, pero no tiene saldo suficiente en la tarjeta SUBE. Por eso irá a pie hasta Liniers, para tomar el tren que es más barato.
A Elías se le nota el cansancio en los ojos verdes y la barba de varios días. Pero está contento porque hizo todos los trámites para regularizar su situación -incluidas dos audiencias en Comodoro Py de las que no da más pistas- y dentro de poco se reencontrará con su familia. «Imaginate que extraño hasta a mi suegra», reconoce entre risas.
Antes de desaparecer por la calle Juramento y bajo la insistente lluvia, regala un último consejo, tal vez una reflexión sobre el mes difícil que pasó en la calle: «Ningún problema es demasiado grande. Si existen los problemas, es porque existen las soluciones».
Fuente LaNación.