El flamante diputado libertario Javier Milei faltó a la primera reunión de la Cámara de Diputados en la que podría haber participado: la presentación que hizo el ministro de Economía Martín Guzmán del proyecto de presupuesto para 2022. Si bien la explicación que dio para justificar su ausencia no convence, las críticas que deslizó al procedimiento de elaboración de la ley son correctas.
La ausencia no tiene mucho justificativo. Milei no forma parte de la Comisión de Presupuesto y Hacienda, pero la reunión era abierta para todos los diputados y es difícil pensar en un tema de mayor interés para él y sus votantes que la discusión de los ingresos y gastos del gobierno nacional.
De eso se trata la representación en democracia: los candidatos compiten y deliberan con la sociedad, son elegidos por cómo captan (o no) los intereses de los electores y luego continúan esa deliberación colectiva en el Congreso. El líder de “La Libertad Avanza” llegó a la política con cuestionamientos al gasto público y sobre ello giró su discurso en campaña. Lo eligieron para que lleve esa mirada al lugar donde se hacen las leyes y decidió faltar justo el día que el Poder Ejecutivo (el gastador serial al que tanto critica) iba a explicar cuánto pensaba recaudar, cómo se financiaría y en qué gastaría.
A su electorado no parece preocuparle. Milei faltó porque estaba en Rosario en el marco de una gira por el país para proyectarse de cara a las presidenciales de 2023. Sus seguidores dicen que eso es más importante que ir a escuchar a Guzmán, a quien el diputado llamó “Walt Disney” por cómo dibuja, dijo, los números de la economía.
También se cuestionó a Milei en sus propios términos: se queja de la casta de la política que vive del Estado sin aportar y él se ausenta en la primera reunión de los nuevos diputados. El legislador Fernando Iglesias, por ejemplo, se trenzó con los seguidores del libertario en Twitter por decir que si faltás en tu primer día de trabajo en el sector privado te echan.
Pero entre las excusas de Milei aparecieron argumentos interesantes vinculados a lo absurdo que es el procedimiento presupuestario en la Argentina. En respuesta a la crítica democrática, armó un hilo en Twitter en el que explicó que, en realidad, el debate del presupuesto es una farsa. “Yo no me metí en política para participar de la farsa de los políticos. Me metí para desenmascararla”, dijo.
¿Por qué una farsa? Porque la ley de presupuesto, según el legislador, no limita nada: el Poder Ejecutivo puede reasignar partidas presupuestarias por decreto e incluso, si no hay acuerdo en el Congreso, puede prorrogar el presupuesto del año anterior a sola firma.
Todo ello es cierto. La discrecionalidad en la gestión presupuestaria es, justamente, una de las principales atribuciones que fueron amasando de facto los presidentes argentinos a lo largo de la historia, fuera de las restricciones constitucionales, en el marco de este sistema que llamamos “hiperpresidencialismo”.
La Constitución Nacional establece que le corresponde al Congreso fijar cada año el presupuesto general de gastos y cálculo de recursos de la administración nacional en base al programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas. El Poder Ejecutivo proyecta variables, ingresos y gastos con los que los distintos organismos formulan anteproyectos que luego analiza la Oficina Nacional de Presupuesto para elaborar el proyecto de ley que finalmente se remite al Congreso. Además, una vez que se aprueba, el Poder Ejecutivo está a cargo de ejecutar la ley. Desde la reforma constitucional de 1994, lo hace a través del Jefe de Gabinete de Ministros, pero lo supervisa el Presidente.
Pero aunque la Constitución no faculta al Poder Ejecutivo a aumentar ni reasignar partidas presupuestarias, ello ocurre todo el tiempo y en todas las administraciones. La base jurídica de este clásico argento son las declaraciones legislativas de emergencia, que duran un poco para siempre y que le otorgan a los presidentes superpoderes administrativos para hacer todo tipo de cosas, incluyendo el uso discrecional de fondos públicos más allá de lo previsto en el presupuesto.
La última modificación presupuestaria del Gobierno actual, por ejemplo, se hizo por un decreto de necesidad y urgencia (DNU) de fines de noviembre que implicó un aumento del gasto del 30% y diversas reasignaciones, detalladas en un anexo de 789 páginas. Según el Ministerio de Economía, más del 70% de la ampliación correspondió a actualizaciones por movilidad jubilatoria, subsidios y programas sociales.
Seguramente Milei discutiría la conveniencia de ese gasto, pero el punto es otro: aun si nos pareciera fantástico, el lugar para resolverlo es el Congreso. Puede haber emergencias reales (la pandemia, pongamos). Pero, por naturaleza, ese tipo de situaciones deben durar un tiempo determinado. En la Argentina, en cambio, vivimos en emergencias legales permanentes. La ley de presupuesto es como la carta de los niños y niñas a Santa Claus: una expresión de deseos.
Los superpoderes que le dio el Congreso al Presidente en marzo de 2001 a pedido del entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo (con los que saltó a la fama, al oponérseles y abandonar el bloque de la UCR Elisa “Lilita” Carrió) son ilustrativos. Se derogaron en diciembre de 2001, en pleno estallido, durante la brevísima presidencia de Adolfo Rodríguez Saa. Pero volvieron cuando asumió Eduardo Duhalde. Además de la ley de emergencia económica de enero de 2002 que terminó con la convertibilidad y delegó facultades de todo tipo, en marzo se aprobó la ley de presupuesto para ese año y allí el Poder Ejecutivo, a través del Jefe de Gabinete, recuperó su capa y su espada. Lo mismo ocurrió con las leyes de presupuesto de 2003, 2004, 2005 y 2006. Pero a mediados de 2006 la mayoría oficialista en el Congreso llevó los superpoderes a otro nivel: modificó la Ley de Administración Financiera y los transformó en una herramienta permanente. En diciembre de 2016, a instancias de Cambiemos, el Congreso los limitó. El Gobierno quería poner un tope a las reestructuraciones del 10% del monto total aprobado para 2017, pero la oposición lo forzó a bajarlo al 7,5% para ese año y, a partir de 2018, al 5%.
También tiene razón el diputado Milei en que, si no se aprueba la ley de presupuesto, el Presidente puede prorrogar la del año anterior por DNU. Esto ocurrió por primera vez en 2010, cuando el recordado “Grupo A” ⎯la alianza de partidos opositores que le disputó la conformación de las comisiones al kirchnerismo luego de que perdiera las elecciones legislativas de 2009 en pleno conflicto con el campo⎯ dejó al Gobierno de Cristina Fernández sin presupuesto. La oposición intentó sin éxito aprobar su propia ley y la Presidenta resolvió, sin costo político adicional, con la poderosa lapicera que viene con el sillón de Rivadavia: DNU, prórroga y aumento del gasto. Ello volvió a ocurrir con el presupuesto para 2020: Cambiemos había presentado el proyecto en septiembre de 2019, el Gobierno de Alberto Fernández lo retiró, vino la pandemia y administró por decreto hasta agosto de 2020, cuando finalmente se aprobó la ley.
Milei es un animador. Su tribuna preferida son las redes sociales. Y es discutible que esto sea necesariamente un problema para la democracia representativa. El debate público que hace de este el mejor sistema para tomar decisiones que nos afectan en forma colectiva debe ocurrir en todas partes, no solo en la formalidad del recinto legislativo. Lo que quería decir el legislador lo dijo en un acto público en Rosario y se replicó en medios y redes. Es cierto que si lo hubiera hecho en Diputados también habríamos podido escuchar las respuestas de Guzmán, pero tampoco es que el Congreso es la gran sede de las conversaciones coherentes y racionales en las que una persona pregunta y la otra le contesta. Milei puede hablar en Rosario y el Ministro en una conferencia de prensa o en una entrevista radial. Luego están las voces de otras legisladoras, funcionarios, organizaciones, etc. Todo eso construye la deliberación pública.
Por último, al defender su ausencia, Milei puso sobre la mesa un tema central de la gestión financiera del Estado y, en general, de la representación política: desde hace décadas que la ley de presupuesto es falopa.
Fuente infobae