El Olivos clandestino desnuda el doble discurso en una magnitud inmoral

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Desde que Alberto Fernández asumió como presidente, quedó marcado por sus contradicciones permanentes. Si uno busca en el historial mediático del mandatario puede encontrar afirmaciones de una cosa y de exactamente lo contrario. El periodista de humor político Alejandro Borenztein llegó a llamarlo “El Alberto de los miércoles y el Alberto de los jueves”, para graficar la cotidianeidad y liviandad de cambios abruptos en sólo días.

No voy a expropiar, voy a expropiar. Cristina encubrió a los acusados del atentado a la AMIA, Cristina sólo quiso buscar una solución. La lista podría seguir. El filósofo Juan José Sebreli llegó a decir que el Presidente había llegado al punto de contradecirse en una misma frase.

En la política, suele ser parte del folklore el manejo del doble discurso. Y quedan expuestas las contorsiones morales ante el estupor perplejo de la sociedad. Cuando las violaciones de los derechos humanos son ejecutadas por amigos de izquierda, Argentina no las condena. La conclusión más lapidaria es que no les importan en realidad los derechos humanos, sino usarlos cuando les viene bien.

La naturalización del doble discurso y la doble vara, como avivadas que se festejan porque lo importante es ganar la batalla mediática, y por ende no admitir el error, parecían gozar de una aparente inmunidad costumbrista. Como si directamente no importara la verdad, sino imponer por la fuerza la versión que conviene o cambiar el eje del problema apuntando contra un enemigo que corporice los males para la propia tropa. El ruido tapa al estruendo y la confusión diluye pecados y pecadores.

En la “engrietada” realidad política argentina eso parece ser posible de sostener hasta el infinito y más allá de las náuseas. Hasta que el infinito, que a veces solo es una forma de llamar aquello cuyo límite no conocemos, se revela finito, caduco, evidente. Cuando el discurso se queda en temas abstractos, parece no importar la densidad y la gravedad de la cuestión, y puede no llegar a concitar el interés ni el involucramiento de la sociedad.

Justamente, entre las cosas que la pandemia trajo consigo es que llevó a la política a términos de eficiencia real y concreta: ¿hay vacunas o no hay vacunas? ¿puedo trabajar o no puedo trabajar? Y las políticas de restricciones -como no existieron nunca en un marco democrático-, empezaron a convertirse en verdaderos boomerangs porque además de su endeblez legal generaron graves daños con consecuencias prolongadas en el tiempo. El que perdió su trabajo, quebró su negocio o vio enfermar de depresión a su hijo por no ir al colegio por la cuarentena eterna, se siente el chivo expiatorio de una política que encima fracasó en resultados.

Dice Jeremy Bentham que “el negocio de un gobierno es promover la felicidad de la sociedad mediante castigos y recompensas”. Obviamente, la cuestión del castigo está relacionada con la esfera penal. Pero la emergencia de la pandemia centralizó el poder de tal manera en el Presidente de la Nación que, de pronto, él mismo penalizaba por decreto y amenazaba por televisión.

En los primeros meses de la pandemia eso fue socialmente aceptado en medio de la incertidumbre y el miedo reinantes, y hasta implicó altos índices de popularidad para el mandatario. Lo que ocurre un año después de aquellas escenas de autocracia explícita por la revelación del Olivos clandestino, es el advenimiento de una evidencia que desnuda el doble discurso en una magnitud inmoral, en momentos en que toda una sociedad creía que era imposible que eso pudiera pasar porque estábamos en una situación similar a la de una guerra.

El virus era un enemigo invisible y teníamos que estar unidos para preservarnos entre todos. ¿Quién podía tomarse eso a risa en ese momento? El primero que no podía hacerlo era el Presidente.

Desde que Alberto Fernández asumió como presidente, quedó marcado por sus contradicciones permanentesDesde que Alberto Fernández asumió como presidente, quedó marcado por sus contradicciones permanentes

Hasta ahora podía argumentarse que el Gobierno no admitía que sus políticas sanitaria y económica habían sido erradas o que habían hecho pagar el costo de su ineficiencia a la parte de la sociedad que no lo vota, la clase media. Ahora, no sólo estamos ante una política fallida, sino ante el fraude en lo más caro. Las primeras noticias sobre ingresos a Olivos fueron minimizadas por el propio presidente. Admitió haber recibido a miles de personas porque ¿cómo creen que él iba a quedarse encerrado? Con tono de “no me pregunten cosas obvias” quiso empaquetar en intrascendencia un eventual delito y bajarle el precio con el discurso. En el campo del discurso todo es maleable. Pero ya estaba confesando un delito.

El tema es cuando viene la foto. La foto lleva las cosas al punto de lo indiscutible. La foto sella la disputa. La foto es una sentencia. Y volviendo a Jeremy Bentham, “conlleva relación material con la ofensa al constituir evidencia (…) de lo que se ha cometido”. Así las cosas, los propensos a decir que sí a todo lo que diga el Presidente, quedaron imposibilitados de verbalizar esas dos letras. Se terminó el sí automático. Se terminó la obsecuencia y la simulación. Y ante la evidencia, ante la foto, lo que diga el Presidente no lo discute ya con unos cuantos analistas de la realidad, solamente, a quienes acusará de estar contra la vida, o de operar para la derecha. Es el Presidente contra todos los que vieron la foto. Millones de argentinos que no se despidieron de sus seres queridos o que sufrieron mil penurias por cumplir las órdenes que el propio mandatario no predicaba con su ejemplo.

El hecho es político en su esencia. Es cosa pública. Inapelable. Si las contradicciones permanentes de Alberto Fernández llevaban a dudar sobre quién era realmente el Presidente, la impunidad clandestina en Olivos ofrece respuestas que cada argentino sabrá encontrar en la escala de lo que es justo y no es justo, de lo que es verdad y de lo que es mentira. Y claramente por sus propias palabras, el Presidente no toma dimensión de la gravedad de lo ocurrido.

Cuando hay miles de argentinos a los que les abrieron causas, les secuestraron el auto, les cobraron multas de altísimo costo por incumplir la cuarentena, él cree que se las puede arreglar con un “lamento que haya ocurrido, debí haber tenido más cuidado”. Cuando debería haberse puesto a disposición de la Justicia si tuviera respeto por sus conciudadanos, por su propia palabra y por los sufrimientos que atravesaron los que sí cumplieron las normas que dictó, incluyendo la cruel distancia con sus seres queridos al momento de morir. El Presidente no tuvo respeto y no lo reconoce. O peor, el Presidente no tuvo respeto y no le importa.

* Editorial de Cristina Pérez en Confesiones en la noche por radio Mitre

Fuente infobae